Serie: La Gracia de Dios
#A266 Victoria por medio de la Gracia
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Introducción
Hola buenos días, ¡Bienvenidos a esta Casa, la Casa de Dios, ¡Reino de Dios Ministerios!
Soy el Pastor Jorge Macías Benítez, su hermano e Hijo de Dios; también de corazón te tiendo la mano, te abro el corazón y te quiero recibir, dar un abrazo…¡¡¡¡en el Amor del Señor…!!!!
Escudriñando dentro de mi corazón, luego del mensaje devocional del pasado viernes “Derrota el desaliento”, el Señor movía mi corazón a continuar en esta línea de profundizar en la Victoria.
Así, llegó a mí en una de las muy selectas fuentes de inspiración – claro primero el fundamento en la Visión que de Dios recibo – y así, un mensaje del Príncipe de los predicadores Chalres Spurgeon, que este compartió el 19 de Mayo de 1867.
Amados en Cristo, queridos amigos, como Hijo y Siervo de Dios, para mi ha sido clara Su Visión de Victoria y que esta solo es posible precisamente por que nos regala inmerecidamente con Su Gracia.
Amados, la señal distintiva de un cristiano es su confianza en el amor de Cristo y la entrega de su Amor a Cristo en recíproca correspondencia.
Primeramente, la fe estampa su sello en el hombre, capacitando al alma a decir con el apóstol: “Cristo me amó y se entregó a sí mismo por mí.”
Entonces el amor proporciona el refrendo y estampa en el corazón: gratitud y amor a Jesús. “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.”
Claro es el Señor, hablándonos por medio de Pablo en Romanos.
Nuestro fundamento esta tarde lo encontramos en Romanos 8:37, que nos dice:
“Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.”
Con esto en nuestros corazones, vamos a Orar y entregar este tiempo y La Ministración del Señor este día suyo del domingo 13 de diciembre del 2020, en este mensaje que lleva por título:
Victoria por medio de la Gracia
Oración
Dios es Amor
Amados, los hijos de Dios somos gobernados en sus poderes íntimos por el amor; el amor de Cristo nos constriñe.
Ahora, es así como Creemos en el Amor de Jesús y entonces lo reflejamos.
Nos regocijamos debido a que el amor divino se ha posado sobre nosotros; lo sentimos derramado en abundancia en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado y entonces, motivados por la gratitud, amamos fervientemente al Salvador con un amor puro.
En aquellas grandiosas épocas que constituyen el heroico período de nuestra Fe cristiana, esta doble señal podía ser vista muy claramente en todos los creyentes en Jesús.
Eran personas que conocían el amor de Cristo, y se apoyaban en él, tal como un hombre se apoya en un báculo cuya confiabilidad ya ha comprobado.
No hablaban del amor de Cristo como si fuese un mito que debía ser respetado o una tradición que debía ser reverenciada.
Lo veían como una realidad bienaventurada y en él depositaban toda su confianza.
Estaban persuadidos de que ese amor los transportaría como sobre alas de águilas y los sostendría todos sus días, y permanecían confiados en que sería para ellos un cimiento de roca contra el cual podían golpear las olas y podían soplar los vientos, pero la habitación de sus almas permanecería segura si se cimentaba en él.
Amados, el amor que sentían por el Señor Jesús no era una apacible emoción que ocultaran internamente en la cámara secreta de sus almas, y de la que hablaran exclusivamente en sus asambleas privadas cuando se reunían el primer día de la semana y cantaban himnos en honor de Cristo Jesús el Crucificado, sino que para ellos era una pasión de una energía tan vehemente e integralmente consumidora, que permeaba en todas su vida, se volvía visible en todas sus acciones, hablaba en su plática común, y miraba a través de sus ojos incluso en sus miradas más comunes.
El amor a Jesús era una llama que se nutría de la propia médula de sus huesos, de la esencia y del corazón de su ser y, por tanto, a fuerza de arder se abría paso hacia el hombre exterior, y refulgía allí.
El celo por la gloria del Rey Jesús era el sello y la marca de todos los cristianos genuinos.
Debido a que dependían del amor de Cristo, se atrevían a mucho, y debido a su amor a Cristo, hacían mucho.
Gracias a su confianza en el amor de Jesús, no temían a sus enemigos, y debido a su amor a Jesús, rehusaban huir del enemigo incluso si se aparecía en sus más terribles formas.
Los Primeros Tiempos
Los cristianos de los primeros siglos se inmolaban continuamente sobre el altar de Cristo con gozo y presteza.
En dondequiera que estuvieran testificaban en contra de las perversas costumbres que los rodeaban.
Consideraban algo digno de un asqueroso desprecio que un cristiano fuera como la gente común.
No se conformaban al mundo y no podían hacerlo pues habían sido transformados por la renovación de sus mentes.
Su amor a Cristo los forzaba a dar testimonio en contra de todo lo que le deshonrara por ser contrario a la verdad, a la justicia y al amor.
Eran innovadores, reformadores y destructores de ídolos por doquier; no podían quedarse tranquilos dejando que otros hicieran lo que quisieran siguiendo sus propias opiniones, antes bien, su protesta era continua, incesante, molesta para el enemigo pero aceptable para Dios.
El cristiano era un pájaro de llamativos colores en cualquier sitio, porque el amor por Jesús no le permitía disfrazar sus convicciones; era un extraño y un forastero en cualquier parte, porque el propio lenguaje de su vida diaria difería del de sus vecinos.
Donde otros blasfemaban, él adoraba; donde otros proferían juramentos habitualmente, su “sí” era sí, y su “no,” era no. Donde otros se ceñían la espada, él no resistía el mal; donde otras personas—cada una de ellas—buscaban su propio bienestar y no el de su hermano, el cristiano era reconocido como alguien cuyo tesoro estaba en el cielo y había puesto sus afectos en las cosas de arriba.
El amor por Jesús convertía al cristiano en un protestante perpetuo contra el mal por causa de Jesús; y todavía le conducía más lejos.
Se convertía en un testigo constante de la Verdad que había comprobado ser algo muy precioso para su propia alma.
Los cristianos eran como Neftalí, de quien se decía: “Neptalí, cierva suelta, que pronunciará dichos hermosos.”
En los días apostólicos, los cristianos mudos, los testigos silenciosos, eran escasamente conocidos.
La matrona hablaba de Cristo a los sirvientes.
Habiendo aprendido de Jesús, el niño hablaba de Él en las escuelas.
Mientras el obrero cristiano daba su testimonio en el taller, y el ministro cristiano (y había muchos ministros cristianos en aquellos días, pues todos los hombres ministraban de acuerdo a su habilidad) se paraba en las esquinas de las calles, o se reunía en sus propia casa rentada con decenas o veintenas, según fuera el caso, declarando siempre la doctrina de la resurrección, de la encarnación de Cristo, de Su muerte y resurrección y del poder limpiador de Su sangre.
El amor de Jesús, como lo he dicho al comienzo, era una pasión real para aquellos hombres, y su confianza en Jesús era real y práctica; de aquí que su testimonio en favor de Jesús fuera valeroso, claro y decidido.
En el antiguo testimonio cristiano una trompeta resonaba que despertaba al viejo mundo que estaba asentado en un profundo sueño, soñando sueños inmundos; aquel mundo no quería ser despertado, y revolcándose en el sueño, pronunciaba maldiciones graves y múltiples, y juraba vengarse contra el perturbador que se atrevía a interrumpir su horripilante reposo.
Mientras tanto los creyentes en Jesús—hombres a quienes no les bastaba con dar testimonio con sus vidas y testificar con sus lenguas en los lugares en que su destino los colocaba—continuamente estaban comisionando a grupos de misioneros para que llevaran la palabra a otros distritos.
A Pablo no le bastaba predicar el Evangelio en Jerusalén o en Damasco, sino que le era necesario viajar a Pisidia o a Panfilia, y viajar hasta los últimos confines del Asia Menor, y entonces, tan lleno de Cristo estaba, que sueña con la vida eterna, y quedándose dormido, oye en una visión a un hombre de Macedonia, al otro lado del azul Egeo, que le suplica: “Pasa… y ayúdanos.”
Con la luz matutina Pablo se levanta, plenamente resuelto a abordar un barco y predicar el Evangelio en medio de los gentiles.
Habiendo predicado a Cristo a lo largo de toda Grecia, pasó a Italia, y aunque estaba encadenado, entró como embajador de Dios dentro de los muros de la imperial ciudad de Roma; y se cree que después de eso, su espíritu sagradamente inquieto no estuvo satisfecho con predicar a través de toda Italia, sino que tuvo que visitar España y se dice que llegó incluso hasta Bretaña.
La Anhelo del cristiano por la causa de Cristo era ilimitada; más allá de las columnas de Hércules y hasta las más apartadas islas del océano, los creyentes en Jesús llevaron las noticias de un Salvador nacido para los hijos de los hombres.
Aquéllos eran días de gran celo.
Hoy estamos en medio de días de tibieza.
Aquéllos eran tiempos cuando el fuego era como de carbones de enebro, que guardan un calor sumamente intenso, y ni los naufragios, ni los peligros de ladrones, ni los peligros de ríos, ni los peligros provocados por falsos hermanos, ni la espada misma, podían detener el entusiasmo de los santos, pues ellos creían y por eso hablaban, ellos amaban y por eso servían incluso hasta la muerte.
De esta manera los introduzco a nuestro texto.
¡He aquí a los hombres y su conflicto por Cristo!
Era natural, era inevitable que provocaran enemistad.
Ustedes y yo no amamos mucho a Cristo ni creemos mucho en Su amor; me refiero a la mayoría de nosotros.
Constituimos una generación enfermiza, indigna y degenerada.
Dejamos al mundo en paz y el mundo nos deja en paz.
Nos conformamos en gran manera a las costumbres mundanas y entonces el mundo no se exaspera con nosotros.
Nosotros no acosamos a los hombres declarando perpetuamente la verdad como deberíamos hacerlo y, por tanto, el mundo no se impacienta con nosotros—nos cataloga como una muy buena clase de personas, un poco extravagantes, tal vez un poco enloquecidos, pero aun así muy tolerables y bien portados—así que no tenemos ni la mitad de los enemigos que los cristianos de tiempos antiguos enfrentaron, porque no somos ni la mitad de cristianos verdaderos, no, no somos ni siquiera la décima parte de santos como ellos lo fueron.
Ahora, si fuéramos más santos, en la misma proporción en que lo fuésemos nos enfrentaríamos a la misma batalla, aunque pudiera ser de otra forma.
Aunque hablé críticamente de todos, hay un puñado de personas aquí—así confío—que han sido capacitadas por la gracia divina para conocer el poder del amor de Jesús, y viven bajo sus influencias, y contienden por la soberanía del Rey coronado de espinas.
Ellos son quienes soportan el mismo tipo de luchas—aunque en otras formas—como los conflictos de los días apostólicos, y éstos son quienes pueden usar sin falsedad el lenguaje de mi texto:
“En todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.”
Victorias ya ganadas
Amados, contemplen atentamente al héroe en potencia.
No se necesita violentar la imaginación para concebir a este lugar como un anfiteatro romano.
Allí, en el centro de la arena, está de pie ese héroe.
Las grandes puertas de las jaulas de los leones son alzadas por medio de máquinas, y tan pronto como son abiertas, veloz y furiosamente salen osos y leones y bestias salvajes de todo tipo, previamente dejados sin alimento para que crezca su ferocidad, con los que ha de contender el héroe.
Así era el cristiano en los días de Pablo, y es así ahora.
El mundo es el teatro del conflicto: los ángeles y los demonios son espectadores; una gran nube de testigos contempla la lucha, y los monstruos son azuzados contra él, con los que ha de contender triunfalmente.
El apóstol nos proporciona un pequeño resumen de los males contra los que tenemos que combatir, y coloca primero a la “tribulación.” La palabra “tribulación,” en latín, significa: “trillar,” y el pueblo de Dios es arrojado con frecuencia en la era para ser azotado con el pesado flagelo de la tribulación; pero es más que vencedor, puesto que no pierde nada excepto la paja y el tamo, y de esta manera el trigo limpio es separado de lo que no le beneficiaba.
Sin embargo, la palabra original en el idioma griego sugiere una presión externa.
Es usada en el caso de personas que están sosteniendo cargas pesadas y tienen un gran peso encima.
Ahora, los creyentes han tenido que contender casi en todas las épocas con circunstancias extremas.
En este Tiempo, sólo hay unas cuantas personas que en un momento u otro de sus vidas se enfrentan a una presión extrema, ya sea por causa de enfermedad, o por la pérdida de bienes, o por duelos, o por alguna otra de las mil y una causas de las cuales brota la aflicción.
El cristiano no tiene una senda pareja.
“En el mundo tendréis aflicción,”
Es una promesa segura que nunca deja de cumplirse.
Ahora, los verdaderos discípulos han sido sostenidos bajo todas las cargas, y ninguna aflicción ha sido capaz jamás de destruir su confianza en Dios.
Se dice de la palmera que entre más cocos cuelguen de ella, más erguida y más altanera se proyecta contra el cielo; y lo mismo sucede con el cristiano.
Como Job, nunca es tan glorioso como cuando ha experimentado la pérdida de todas las cosas, y al final se alza desde su muladar más poderoso que un rey.
Amados hermanos, queridos amigos, han de esperar enfrentar al adversario en tanto que permanezcan aquí; y si ahora sufren por el peso de la aflicción, recuerden que deben vencerla y no ceder a ella.
Clamen al Fuerte pidiéndole fuerzas, para que su tribulación produzca en ustedes paciencia, y la paciencia prueba, y la prueba esperanza que no avergüenza. Lo siguiente en la lista es “angustia.”
Yo encuentro que la palabra griega se refiere más bien a la aflicción mental que a cualquier cosa externa.
El cristiano sufre por causa de circunstancias externas, pero esto probablemente sea una aflicción menor que el dolor interno.
“Estrechez de espacio” se asemeja al significado de la palabra griega.
Algunas veces nos encontramos en una posición en la que sentimos como si no pudiéramos movernos, como si fuéramos incapaces de voltearnos a la diestra o a la siniestra: la vía está cerrada; no vemos ninguna liberación, y nuestra propia conciencia de debilidad y perplejidad es insoportablemente terrible.
Tal vez algunos de quienes ven o escuchan este mensaje – o lo hagan posteriormente porque alguno de quienes lo hacen ahora, lo comparten - ustedes se han visto sumidos en ese estado en que su mente está distraída y no saben qué hacer; en que no pueden calmarse ni estabilizarse.
Estarían quizá incluso, considerando calmadamente el conflicto, si pudieran, para luego entrar en él como un hombre con pleno dominio de sus cinco sentidos; pero el demonio y el mundo, la tribulación exterior y el desánimo interior combinados, los arrojan de un lado a otro como olas de la mar, hasta quedar, para usar una expresión sajona de John Bunyan: “muy apabullados por todos lados en su mente.”
Un Cristiano Genuino
Ahora, si tú eres un cristiano genuino, saldrás de ésto sin mayores consecuencias.
Serás más que un vencedor sobre la turbación mental.
Llevarás esta carga, así como cualquier otra, a tu Señor y la pondrás sobre Él; y el Espíritu Santo, cuyo oficio es ser el Consolador, les dirá a las atribuladas olas de tu corazón: “Enmudezcan.”
Jesús dirá, al caminar sobre la tempestad de tu alma: “¡Yo soy, no temáis!”; Y aunque la tribulación externa y la turbación interna se juntaran como dos mares que contienden, ambas serán apaciguadas por el Poder del Señor Jesús.
El tercer mal que el apóstol menciona es la “persecución,” que siempre les ha sobrevenido a los genuinos amantes de Cristo: su buen nombre ha sido calumniado.
Si repitiera las infamias que han sido expresadas en contra de los santos de los tiempos antiguos, me ruborizaría. Baste decir que no hay ningún crimen en la categoría de vicio que no haya sido falsamente colocado a la puerta de los seguidores del puro y santo Jesús.
No obstante Amados, la calumnia no aplastó a la iglesia.
El buen nombre del cristianismo sobrevivió a la reputación de los hombres que tuvieron el descaro de acusarlo.
La prisión siguió a la calumnia, pero en las prisiones los santos de Dios han cantado como pájaros en sus jaulas, más aún que cuando estaban en los campos de la abierta libertad.
Las prisiones han resplandecido como palacios, y han sido santificadas para convertirse en lugares de la morada del propio Dios, mucho más sagrados que todos los domos consagrados de la imponente arquitectura.
La persecución se ha propuesto a veces desterrar a los santos, pero en su destierro han estado en casa, y cuando han sido esparcidos por todos lados, han ido por doquier predicando la palabra, y su esparcimiento ha sido la recolección de otros del número de los elegidos.
Conclusión
Cuando la persecución ha recurrido incluso a los más crueles tormentos, Dios ha recibido muchos dulces cánticos provenientes del potro de tormento.
Las gozosas notas del hermano Lorenzo, mientras lo asaban en la parrilla, deben de haber sido más dulces para Dios que los cantos de los querubines y de los serafines, pues Su Siervo amaba a Dios más que los más resplandecientes de los seres angélicos, y lo demostraba en medio de su más amarga angustia; o el señor Hawkes, ese hermano que mientras eran quemadas sus extremidades inferiores y la gente esperaba verlo rodar por sobre la cadena para caer en el fuego, alzó sus manos flameantes—cada dedo echando fuego— y aplaudió tres veces al tiempo que gritaba: “¡Nadie como Cristo, nadie como Cristo!”.
Amados en Cristo, queridos amigos, Dios fue más honrado por ese hombre que ardía en el fuego, que por los millones de millones que entonan Sus loas en la gloria.
La persecución en todas sus formas ha sobrevenido a la iglesia cristiana y hasta este momento no ha conseguido jamás un triunfo, antes bien ha constituido un beneficio esencial para la iglesia, pues la ha limpiado de la hipocresía; cuando el oro puro fue arrojado en el fuego, no perdió nada sino sólo la escoria y el estaño que más bien se alegra de perder.
Amados, como si hubiese una suerte de perfección en estos males, Pablo nos habla de la espada, es decir, que singulariza una cruel forma de muerte como un cuadro del todo.
Todos debemos Conocer bien y no necesito decirles cómo el noble ejército de mártires de mi Señor ha ofrecido sus cuellos a la espada, tan alegremente como la novia da su mano al novio en el día de su matrimonio.
Todos conocemos cómo han ido a la hoguera y han besado los haces de leña; cómo han cantado camino a su muerte, aunque la muerte fuera acompañada de los más crueles tormentos; y se regocijaron con sumo gozo incluso al punto de saltar y danzar ante el pensamiento de ser considerados dignos de sufrir por causa de Cristo.
El apóstol nos informa que los santos han sufrido todas estas cosas tomadas en su conjunto.
Él no dice que somos vencedores en algunas de estas cosas, sino en todas; muchos creyentes atravesaron literalmente por la carencia exterior, por la tribulación interior, por la carencia de pan, por la carencia de vestido, por el constante peligro de la vida y al final entregaron la vida misma y, sin embargo, en cada caso comprendido en toda la lista de esas sombrías luchas, los creyentes, los dscípulos, fueron más que vencedores.
¡Oh Amados! la mayoría de los hijos e hijas de Dios, no son llamados en este día a enfrentar peligros, o desnudez o espada: si lo fueran, mi Señor les daría la Gracia para soportar la prueba; por ello es que tengo absoluta Certeza que las tribulaciones de un cristiano, en el momento presente, aunque no sean tan terribles esteriormente son todavía más duras de llevar que incluso aquéllas de la edad fiera.
Tenemos que soportar el escarnio del mundo: eso es poco; son sustancialmente peores sus lisonjas, sus suaves palabras, sus diálogos untuosos, su servilismo y su hipocresía.
Es así amados que nuestro mayor peligro es que nos volvamos ricos y nos tornemos altivos, que nos entreguemos a las modas de este presente mundo perverso y perdamos nuestra fe.
Si no podemos ser destrozados por el león rugiente, pudiéramos ser triturados por el apretón del oso, y al diablo poco le importa cuál sea el instrumento siempre que pueda eliminar el amor de Cristo en nosotros y destruir nuestra confianza en Él.
Me temo que la iglesia está en mayor peligro de perder su integridad en estos días blandos y sedosos, que cuando estaba en aquellos tiempos difíciles.
Es entonces mi Clamor ardiente, fragoroso y desesperado, que Dios, mi Señor y mi Dulce Espíriu Santo, nos Inunden con Su Gracia y así nos entreguen la Victoria sobre toda arma, tentación e intento del enemigo, de satanás, por desviarnos del Propósito de Dios, ¡Establecer Su Reino de una buena vez!
Oremos
¡Dios los Bendice!
Ps. Jorge Macías Benítez