domingo, 18 de septiembre de 2022

#A349 El Poder del Amor

 Nueva Serie: El Más Grande Poder

Jorge Macías B.

17 de septiembre de 2022




#A349 El Poder del Amor


Hoy en mi corazón mueve el Señor el compartirles al respecto de esta que es una gran verdad doctrinal y, basándome en ella, predicar con mucha propiedad un sermón doctrinal cuya esencia pudiera ser la Gracia soberana de Dios. 


El amor de Dios es, evidentemente, previo al nuestro: “él nos amó primero.” 


El texto establece muy claramente que el amor de Dios es la causa de nuestro amor, pues “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.” 


Remontándonos al tiempo antiguo, o más bien, antes de todo tiempo, cuando nos enteramos que Dios nos amó con un amor eterno, deducimos que la razón de Su decisión no es que nosotros le hayamos amado, sino que Él quiso amarnos. 


Dice la Palabra de Dios:


“Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero.”  1a. Juan 4:19


Sus razones, y Él tenía razones (pues leemos acerca del consejo de Su voluntad), son conocidas sólo por Él mismo, pero no se han de encontrar en alguna bondad inherente a nosotros o que fuera previsto que existiría en nosotros. 


Fuimos elegidos simplemente porque Él tendrá misericordia del que tenga misericordia. 


Él nos amó porque quiso amarnos. 


El don de Su amado Hijo, que fue una consecuencia directa de Su elección de Su pueblo, fue un sacrificio demasiado grande de parte de Dios para haber sido motivado en Él por alguna bondad en la criatura. 


No es posible que la piedad más sublime mereciera una bendición tan grande como fue el don del Unigénito. 


No es posible que algo en el hombre hubiera merecido la encarnación y la pasión del Redentor. 


Nuestra redención, como nuestra elección, se origina en el amor espontáneo de Dios. 


Nuestra regeneración, en la cual somos hechos partícipes reales de las bendiciones divinas en Jesucristo, no fue de nosotros ni por nosotros; no fuimos convertidos porque nos inclinábamos ya en esa dirección, ni tampoco fuimos regenerados debido a que hubiese por naturaleza algo bueno en nosotros, antes bien, debemos enteramente nuestro nuevo nacimiento a Su poderoso amor, que trató eficazmente con nosotros haciéndonos pasar de muerte a vida y de las tinieblas a la luz. 


Nos hizo volver de la alienación de nuestra mente y de la enemistad de nuestro espíritu a esa deleitable senda de amor en la que ahora vamos viajando a los cielos. 


Como creyentes en el nombre de Cristo 


“no somos engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” 


La esencia del texto es que el espontáneo amor de Dios, nacido de Él mismo, ha sido el único medio de llevarnos a la condición de amarlo a Él. 


Nuestro amor por Él es como un mustio riachuelo que se apresura en su curso al océano porque de allí provino. 

Todos los ríos van a dar a la mar, pero sus aguas se originaron en ella: las nubes que fueron exhaladas por el poderoso océano fueron destiladas en lluvias y llenaron las corrientes. 


Allí se encuentra su causa primera y su origen primigenio, y, como sí reconocieran la obligación, rinden a cambio un tributo a la fuente engendradora. 


El oceánico amor de Dios que es tan vasto que ni siquiera el ala de la imaginación podría recorrerlo, envía sus tesoros de la lluvia de la gracia que caen en nuestros corazones y son como las dehesas del yermo; hacen que nuestros corazones se desborden y que la vida impartida fluya de regreso hacia Dios en arroyos de gratitud. 


Todas las cosas buenas son Tuyas, grandioso Dios. 


Tu bondad crea nuestro bien. 


Tu infinito amor por nosotros genera nuestro amor por Ti.


Pero, queridos amigos, yo confío que después de muchos años de instrucción en las doctrinas de nuestra santa fe, no necesito seguir por la trillada senda doctrinal, sino que puedo guiarlos por una senda paralela, en la que puede verse la misma verdad desde otro ángulo. 


Me propongo predicar un mensaje práctico, y posiblemente esto sea más acorde con el sentido del pasaje y con la mente de su escritor, de lo que sería un discurso doctrinal. 


Veremos el texto como un hecho que hemos probado y comprobado en nuestra propia conciencia.

Bajo ese aspecto, el enunciado del texto es que: un sentido del amor de Dios por nosotros es la causa principal de nuestro amor a Él. 


Cuando creemos y sabemos y sentimos que Dios nos ama, nosotros lo amamos a cambio como un resultado natural. 


En la proporción en que nuestro conocimiento se incrementa, nuestra fe se fortalece y se profundiza nuestra convicción de que realmente Dios nos ama, y nosotros, desde la propia constitución de nuestro ser, somos constreñidos a entregar a cambio nuestros corazones a Dios. 


La Ministración de hoy, por tanto, fluirá en ese canal. 


Que Dios nos conceda que Su Santo Espíritu lo bendiga para cada uno de nosotros.


Consideraremos de entrada LA NECESIDAD INDISPENSABLE DEL AMOR A DIOS EN EL CORAZÓN.


Hay algunas gracias que, en su vigor, no son absolutamente esenciales para la pura existencia de la vida espiritual, aunque son muy importantes para su sano crecimiento; pero el amor a Dios tiene que estar en el corazón, o de lo contrario no hay allí ninguna gracia de ningún tipo. Si alguien no ama a Dios, no es un hombre renovado. 

El amor a Dios es una marca que siempre está asentada sobre las ovejas de Cristo, pero nunca está asentada sobre nadie más.


Al reflexionar sobre esta sumamente importante verdad, quiero que consideren el contexto del texto. 


Encontrarán en el versículo séptimo de este capítulo, que el amor a Dios es establecido como una indispensable señal del nuevo nacimiento. 


“Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.” 


Entonces no tengo ningún derecho a creer que soy una persona regenerada a menos que mi corazón ame a Dios verdadera y sinceramente. 


Sería vano que yo, si no amara a Dios, citara el certificado que registra una ceremonia eclesial y dijera que eso me regeneró. Ciertamente no hizo eso, pues de otra manera se habría presentado el resultado seguro. 


Si he sido regenerado, yo podría no ser perfecto, pero sí puedo decir esto: 


“Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.” 


Cuando por la fe recibimos el privilegio de convertirnos en hijos de Dios, recibimos también la naturaleza de hijos y con amor filial clamamos: “¡Abba, Padre!” 


Esta regla no tiene ninguna excepción. 


Si un hombre no ama a Dios, tampoco ha nacido de Dios.

 

“Muéstrenme un fuego sin calor y entonces pueden mostrarme una regeneración que no produce amor a Dios, pues así como el sol tiene que producir su luz, así un alma que por la gracia divina ha sido creada de nuevo, tiene que poner de manifiesto su naturaleza mediante un sincero afecto hacia Dios.” 


“Os es necesario nacer de nuevo” 


Ahora, cualquier persona no han nacido de nuevo a menos que amen a Dios. 


Cuán indispensable es entonces el amor a Dios.


En el versículo octavo se nos informa que el amor a Dios es una señal de que conocemos a Dios. 


El verdadero conocimiento es esencial para la salvación. Dios no nos salva en las tinieblas. 


Él es nuestra “luz y nuestra salvación.” 


Somos renovados en conocimiento a imagen del que nos creó. 


Ahora, “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.” 


Todos ustedes han sido enseñados desde el púlpito, todos ustedes han estudiado las Escrituras, todos ustedes han aprendido de los eruditos, todos ustedes han recogido información de las bibliotecas, pero todo eso no es ningún conocimiento de Dios en absoluto a menos que amen a Dios, pues en la verdadera Fe, amar y conocer a Dios son términos sinónimos. 


Sin amor ustedes permanecen todavía en la ignorancia, una ignorancia del tipo más infeliz y ruinoso. Todos los logros son transitorios, si el amor no funge como sal para preservarlos. 


"Cesarán las lenguas y la ciencia acabará. Solo el amor permanece para siempre.”


Tienen que tener este amor o serán necios para siempre. 


Todos los hijos de la verdadera Sion son instruidos por el Señor, pero ustedes no son instruidos por Dios a menos que amen a Dios. 


Vean, entonces, que estar desprovistos del amor a Dios es estar desprovistos de todo verdadero conocimiento de Dios, y por tanto, de toda salvación.


Además, el capítulo nos enseña que el amor a Dios es la raíz del amor a los demás. 


El versículo once y doce dice: 


“Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros.” 


Ahora, si alguien no ama a los cristianos, no es cristiano. 


Quien, estando en la iglesia, no es parte de ella de alma y corazón, no es sino un intruso en la familia. 


Pero como el amor a nuestros hermanos brota del amor a nuestro único Padre común, es claro que tenemos que sentir amor a ese Padre, o de lo contrario, fallaremos en una de las señales indispensables de los hijos de Dios. 


“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” 


Ciertamente, no podemos amar verdaderamente a los hermanos a menos que amemos al Padre; por tanto, si carecemos del amor a Dios, carecemos de amor a la iglesia, lo cual es una marca esencial de la Gracia.


Además, ateniéndonos al sentido del pasaje, descubrirán por el versículo dieciocho que el amor a Dios es un importantísimo instrumento de esa santa paz que es una señal esencial de un cristiano. 


“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo,”  


Donde no hay amor no hay tal paz, pues el miedo, que tiene tormento, turba el alma; de aquí que el amor sea un compañero indispensable de la fe, y cuando están juntos, el resultado es la paz. 


Donde hay un ferviente amor a Dios allí está establecida una santa familiaridad con Dios, de donde fluyen la satisfacción, el deleite y el descanso. 


El amor debe cooperar con la fe y echar fuera al miedo, de tal manera que el alma puede tener arrojo delante de Dios.


¡Oh, cristiano!, tú no puedes tener la naturaleza de Dios implantada en ti por la regeneración, ni tampoco puede revelarse en amor a los hermanos, ni puede florecer con las hermosas flores de la paz y el gozo, a menos que tu afecto esté puesto en Dios. 


Él ha de ser entonces tu sumo gozo. Deléitate asimismo en Jehová. Oh, amen al Señor, ustedes, Sus santos. 


Oh, amen a Jehová, todos vosotros Sus santos.


Si buscamos nuevamente en la epístola de San Juan y seguimos sus observaciones hasta el siguiente capítulo y el tercer versículo, vemos también que el amor es la fuente de la verdadera obediencia. 


“Este es el amor a Dios, que guardemos sus mandamientos.” 


Ahora bien, un hombre que no obedece los mandamientos de Dios, evidentemente no es un verdadero creyente, pues, aunque las buenas obras no nos salvan, con todo, siendo salvos, los creyentes han de producir inevitablemente buenas obras. 


Si bien el fruto no es la raíz del árbol, con todo, un árbol bien arraigado, a su tiempo producirá sus frutos. 


Entonces, aunque el cumplimiento de los mandamientos no me hace un hijo de Dios, siendo un hijo de Dios, seré obediente a mi Padre celestial. 


Escucha, no puedo ser obediente a menos que ame a Dios. 


Una mera obediencia externa, un decente reconocimiento formal de las leyes de Dios, no es obediencia a los ojos de Dios. 


El Señor aborrece el sacrificio carente de corazón. 


Yo debo obedecer porque amo, pues de lo contrario no he obedecido del todo en espíritu y en verdad. 


Vean entonces que para producir los frutos indispensables de la fe salvadora, tiene que haber amor a Dios, pues sin fe, esos frutos serían irreales y verdaderamente imposibles.


Espero que no sea necesario que continúe con este argumento. 


El amor a Dios es tan natural para el corazón renovado como es para el bebé el amor a su madre. 


¿Quién necesita razonar con un niño para que sienta amor? 


Si tienes la vida y la naturaleza de Dios en ti, ciertamente buscarás al Señor. 


Así como la chispa, que contiene la naturaleza del fuego, asciende a lo alto para buscar al sol, así el espíritu nacido de nuevo busca a su Dios, de quien ha obtenido la vida. 


Escudríñense, entonces, y vean si aman a Dios o no. 


Pongan sus manos sobre sus corazones y como en presencia de Aquel cuyos ojos son como llama de fuego, respóndanle. 


Conviértanlo en su confesor en esta hora. 


Respondan esta sola pregunta: “¿Me amas?” 


Yo confío que muchísimos de ustedes serán capaces de decir:


“Sí, te amamos y te adoramos; Oh, ansiamos gracia para amarte más.”


Todo esto fue necesario para conducirnos al segundo paso de nuestro discurso. 


Que el Espíritu Santo nos guíe en la prosecución del tema. 


En el Amor del Señor


Ps. Jorge Macias Benitez